La corrupción tiene en México un continuo histórico, un hilo conductor que viene de muy atrás, de los vestigios combinados de nuestra civilización india, mestiza y criolla. Se manifiesta de múltiples maneras, unas ominosas y otras benignas; está en los actos más ruines de nuestros gobernantes y en los gestos más solidarios de la sociedad; el abuso del poder para fines de lucro, él tráfico de influencias, la "transa" I se manifiesta en la ambición y soberbia de las autoridades, lo mismo que en la camaradería de los compadres y la solidaridad de los parientes; forma parte de las grandes decisiones públicas y también de las infinitas transacciones privadas.
En todo el mundo hay algo de corrupción, poca en sociedades resguardadas por instituciones políticas democráticas y responsables, donde están en vigor estrictos regímenes jurídicos de observancia generales, y mucha en órdenes pre-jurídicos y antidemocráticos como el nuestro.
En la muy rica y diversa experiencia política internacional, el autoritarismo y la concentración desmedida del poder no han sido, por definición y en todos los casos, sinónimo de impunidad y corrupción. En otras culturas con otros antecedentes y otras motivaciones, el autoritarismo dictatorial ha sido generalmente causa de la cancelación de libertades civiles, de violaciones graves, criminales y sistemáticas a los derechos humanos, pero no necesariamente de corrupción gubernamental, entendida ésta en su acepción más general como el hecho de anteponer al ejercicio de las funciones públicas las relaciones personales, los intereses individuales, familiares, de clan o de grupo.
En el caso de México, sí existe una relación muy estrecha entre el autoritarismo y la corrupción, entre la falta de democracia y la deshonestidad gubernamental. En efecto, el régimen presidencialista posrevolucionario configuró sus mecanismos de poder y autoridad de tal manera que la corrupción pasó a ser, quizá, la más valiosa y perversa herramienta de la gobernabilidad. Por ello la experiencia política mexicana arroja una curiosa y muy reveladora relación de proporción inversa entre represión y corrupción.
La corrupción -manifiesta en sobornos directos e indirectos, en la cooptación, en los programas de inversión y dádivas públicas, en el ofrecimiento de canonjías, concesiones, plazas, cargos y privilegios- sustituyó con gran eficacia a la represión como mecanismo de control político y como arma para neutralizar a grupos sociales ya muchos detractores y adversarios del régimen. Se reprime no a quien ofende, contraviene o conjura contra el gobernante, sino a quien no se deja sobornar, a quien no tiene precio.
Esa fluidez política de la corrupción es lo que hace ya cerca de veinte años, y por cierto con muy mala leche, Alan Riding llamó en sus Vecinos distantes, el "aceite y pegamento" del sistema político mexicano. Gracias al uso, a la diseminación y al fomento indiscriminado, audaz, imaginativo y muy hábil de la corrupción, el régimen pudo incumplir en mayor o menor medida prácticamente todas sus ofertas revolucionarias, y al mismo tiempo logró eludir las consecuencias políticas de ese incumplimiento. El régimen logró, en efecto, con el uso selectivo y ejemplar de la fuerza, reprimir relativamente poco; y con el abuso indiscriminado y absolutamente discrecional del tesoro público, corromper mucho y conservar el poder, disgregar a sus oponentes, diluir la inconformidad y contener las demandas sociales. Debido precisamente a su inmenso valor político ya su muy extensa base de sustentación cultural y social, la corrupción adquirió en México un carácter sistémico; es decir, se encarnó, por propio derecho y su propia lógica, en la estructura institucional del Estado, en su andamiaje jurídico y en la esencia misma de las funciones públicas.
Del valor político de la corrupción y de su papel como generador del poder corporativo y reproductor del poder político, se desprenden la trascendencia que tiene la jerarquía que deberá tener la reforma política del país. Cambiar de régimen significa, necesaria e ineludiblemente, erradicar al menos esas dimensiones político-corporativas de la corrupción mexicana. Sin ello, cualquier cambio, hasta el más aparentemente espectacular, será cosmético. Democratizar al país supone, por tanto, dar al traste con la impunidad que se hermana con la corrupción.
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